Por Catherine Fernández, SANTO DOMINGO.-El amor verdadero solo puede existir donde hay libertad. Sin embargo, muchas relaciones pierden esa esencia bajo el peso de los celos, el control y el silencio. Lo que debería ser un espacio de compañía mutua se convierte en una prisión invisible, disfrazada de cuidado o de costumbre.
Las redes sociales suelen mostrar parejas sonrientes y viajes perfectos. Pero esas imágenes no reflejan lo que ocurre detrás: renuncias obligadas, prohibiciones sutiles, discusiones constantes por cualquier gesto de cordialidad. El agresor, además, sabe cómo engañar a los demás. De cara a la calle se presenta como un hombre espiritual, disciplinado y de valores; en la intimidad, controla y aísla.
Y muchas veces los demás también lo saben. La amiga que nota la voz quebrada, la que observa más maquillaje del habitual, la que escucha excusas repetidas para no salir… sospecha, pero calla. Ese silencio externo, por respeto o por miedo, también se convierte en complicidad.
La historia reciente lo demuestra con brutalidad. En 1978, Nelson Félix Miranda Hermida cometió un feminicidio que nunca enfrentó en los tribunales gracias a sus vínculos con el poder. Casi cinco décadas después, en octubre de 2025, volvió a matar: asesinó a su esposa y a su suegra antes de suicidarse. No fue un arrebato pasional, fue la consecuencia directa de la impunidad.
Los celos, descritos en las Escrituras como una emoción de doble filo, pueden ser fervor apasionado o envidia destructiva. En la práctica, lo que empieza como una muestra de amor termina en vigilancia, aislamiento y sometimiento. Cuando se normalizan, destruyen vidas y familias.
Leí en algún lugar que el amor sin libertad es sometimiento; la libertad sin respeto es libertinaje. Estoy plenamente consciente que no todos los hombres son agresores, ni todas las relaciones están marcadas por la violencia. Existen vínculos sanos, basados en el respeto y la confianza. Y precisamente porque esas relaciones son posibles, es inaceptable que la sociedad siga tolerando el silencio, la impunidad y la violencia disfrazada de amor.
La salida no está solo en sancionar al agresor, sino en prevenir que ese agresor nazca y se forme. La sociedad debe asumir el reto de criar hombres sanos, seguros de sí mismos, capaces de amar sin celos y sin miedo a la libertad de la mujer. Hombres que entiendan que el respeto no los disminuye, sino que los engrandece.
Ese cambio empieza en el hogar: fomentando a Cristo como modelo de amor verdadero, enseñando a nuestros hijos que amar es servir y respetar, no dominar. Y también orando por nuestra sociedad y nuestras familias, para que la violencia no sea la herencia de las próximas generaciones.
Hoy toca orar también por esta familia que pierde a dos mujeres a manos de la violencia y por aquella que en 1978 nunca encontró justicia. Y también recordar que se pierde un hombre que, en su cobardía, decidió quitarse la vida antes de enfrentar sus actos. Porque en el feminicidio todos pierden: la víctima, la familia, la sociedad… y hasta el agresor mismo.
Dios libre a nuestros hijos, Dios nos libre y guarde con amor nuestras vidas. Que nos dé la valentía para romper los silencios, la sabiduría para educar en el respeto y la fortaleza para construir una sociedad donde amar nunca signifique sufrir.
Catherine
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